En la portada, Peter Lawford con Frank Sinatra y Bob Kennedy.
Peter Lawford con Marilyn.
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Esto del periodismo consiste en ocasiones en meter el hocico donde a uno no le llaman. Lo mismo ocurre cuando a uno le da por seguir la huella de un escritor, como si se tratara de un groupie histérico por lograr la toalla en la que Mick Jagger dejó el sudor. Pero, ¿qué ocurre cuando uno piensa que este seguimiento, esta obsesión, puede permitir a entender mejor la obra del autor al que sigue?
Hace un tiempo alguien me explicó una historia, una de esas historias que se explican con varias copas de más a las tantas de la noche. Ese alguien me había sido presentado como jefe de una casa de subastas de Los Ángeles. En efecto lo era. No había trampa ni cartón en su tarjeta de visita. Aún la guardo, pero con la tentación de destruirla. El hombre había hecho fortuna en el mundillo de la industria del cine. A él siguen recurriendo estrellas en el ocaso de su carrera que quieren venderse el Oscar de tapadillo o actores que simplemente se quieren sacar un extra para arreglarse su piscina.
Con dos o tres copas de más, me salió mi vena Tribulete, mis ganas de preguntarle por los rincones sórdidos de Hollywood Babilonia. Me habló de actores jóvenes que triunfan como chaperos –aún conservo uno de esos nombres apuntados en una libreta–, des estudios que hacían de la chatarra oro como si nada… Y me habló de un intérprete de tercer nivel que se bebió la vida a sorbos de Jack Daniels. La misma historia, hace unos meses, me la confirmó vía Facebook –gracias, Mark Zuckerberg– una antigua modelo de “Playboy” mientras chateábamos. Dos fuentes distintas, sin conocerse.
Me reconstruyeron una de esas historias que han pasado a ser leyenda, pero que son historia negra de Hollywood. El hombre se llamaba Peter Lawford y es una de esas caras que a uno le suena por haber visto como secundario en alguna película de Sinatra, Garland o como soldado en El día más largo. Lawford toco el cielo cuando se casó con una Kennedy y luego se ganó a pulso lo de pasearse por el infierno. Incluso su final es lamentable. Sus cenizas fueron desahuciadas del cementerio Westwood Memorial, y su viuda –una nena con ínfulas de estrella de culebrón– vendió al “National Enquirer” la exclusiva del desalojo cenicero hasta acabar en el mar.
Mis dos fuentes me contaron que Lawford fue, como se sabe, el último que habló por teléfono con Marilyn la noche de su muerte. Fue una agónica conversación por teléfono con la actriz perdiendo el conocimiento mientras Lawford le gritaba. A mi camarada playmate le explicó que quiso ir a salvarla, pero ni su agente ni su abogado le dejaron. ¡Un hombre casado y cuñado del presidente no podía correr ese riesgo! Peter se pasó la noche bebiendo, paseando por la playa de Santa Mónica y llamando a la actriz que ya tenía el teléfono descolgado para siempre. Al día siguiente, a las siete de la mañana, Peter llamó a su cuñado y le explicó todo: que ella se le había muerto al otro lado del teléfono, que quiso salvarlo, que –ya sabes, Jack– nunca lo iba a traicionar…
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Con Pat Kennedy.
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Si ustedes miran el libro de registros de la Casa Blanca –un documento público que puede consultarse– se encontrarán con esa conferencia, una insólita llamada de cuñados a hora muy temprana.
Peter acabó sus días en películas de serie Z mientras se bebía y espinaba la vida. Hugo Hefner lo acogió casi como mascota, como recuerdo de un pasado glorioso en la historia del cine. Le pagó una barbaridad por unas memorias que empezó a abocetar. En una de esas visitas a la mansión Playboy, entre tragos y modelos sinuosas, se confesó y empezó a contarlo todo. Lloraba como un niño por no haber salvado una vida. Luego se esnifaba lo que fuera y acentuaba que ya era un anacronismo olvidado por quienes eran sus amigos. Cuando murió de repente, residiendo en un modesto apartamento, no había rastro de las memorias prometidas a Hugh. Nadie se dio cuenta que él no las escribía, prefería contarlas a quien fuera, incluso a las modelos de Playboy.
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