Les voy a explicar un cuento real sin moraleja que sucedió en el otoño barcelonés de 1935. Hace de esto demasiado tiempo, pero aún conmueve la historia.
Un día de noviembre, uno de los clientes del Hotel Majestic desapareció sin dejar rastro. Era un escritor. No dejó ninguna nota diciendo a dónde marchaba, aunque en la habitación estaban todas sus propiedades viajeras: sus ropas –entre ellas una insólita para la época camisa color salmón que había impresionado a un joven Joan Perucho-; su maleta; su portafolios guardando un puñado de manuscritos con membrete de un establecimiento valenciano, todos ellos expectantes de nuevas correcciones; algunos libros; algunas fotografías… Pero lo que resultaba más doloroso en su equipaje eran las traiciones recibidas en los últimos días y que iban hundiendo su estado de ánimo. El hecho resultaba aparentemente contradictorio porque su visita a Barcelona le iba a permitir saborear las mieles de su último éxito literario.
Reinó el caos en el Majestic porque nadie supo qué primer paso dar. ¿Habrían agredido al escritor y ahora se encontraría en algún hospital inconsciente, sin saber dar su nombre? ¿Lo habrían detenido? ¿Se le habría pasado por la cabeza emular al gran Arthur Cravan y desaparecer pese al más que esperado y reconocimiento del público?
Cuando un escritor se esfuma la primera regla es no decirle nada a los intrépidos reporteros deseosos de morbo informativo. En este caso se optó también por la discreción y dejar el tema en mano de Rivas, uno de los integrantes del séquito que acompañaba al autor. Rivas actuaba como una especie de secretario del escritor. No llegaba a la altura de guardaespaldas porque el valor no formaba parte de su historial. Lo suyo, como oculta pasión, era también lo de enfrentarse ante unas cuartillas en blanco y empezar a abocetar con más o menos dicha una obra teatral. Había probado suerte como dramaturgo, pero acabó siendo director de escena.
A diferencia de los detectives del Majestic y de los policías despistados, Rivas se había pateado algunas de las calles más oscuras de la Barcelona de los bajos fondos. Entiéndanme, él no era un Genet, pero esos caminos de alcohol y sexo. Su fino olfato le hizo sospechar que a lo mejor el escritor podría ocultarse en una de esas callejas mal iluminadas. Uno, que no tiene muchos datos de este cuento, especula con que el ausente rebuscado pudo camuflarse en alguna posada de la calle Luna. No lo sé. Lo que sí es cierto es que Rivas se desesperó, preguntó a unos y otros, se perdió entre pecados de vino y absenta, hasta dar con él.
El escritor vestía oscuro, aunque no sé si llevaba su corbata de tonos claros o alguna de sus pajaritas de corte rimbaudiano. De su cara se había borrado su emblemática sonrisa. Su mirada parecía perdida. Su depresión era evidente. Probablemente con el vino quiso ahogar su angustia. Necesitaba un confesor de sus males y ese fue Rivas. “¿Cómo? ¿Tú no lo sabías, tú que con todo te diviertes y todo te hace gracia? “, le espetó el escritor, dolido por la penúltima traición: su pareja, su último compañero lo había abandonado, dejándole solamente las cartas de amor escritas en los últimos meses. La confesión, redactada por Rivas de memoria muchos años después, merece ser citada:
“Sólo hombres he conocido; y sabes que el invertido, el marica, me da risa, me divierte con su prurito mujeril de lavar, planchar y coser, de pintarse, de vestirse de faldas, de hablar con gestos y ademanes afeminados. Pero no me gusta. Y la normalidad no es ni lo tuyo de conocer sólo a la mujer, ni lo mío. Lo normal es el amor sin límites. Porque el amor es más y mejor que la moral de un dogma, la moral católica; no hay quien se resigne a la sola postura de tener hijos. En lo mío, no hay tergiversaciones. Uno y otro son como son. Sin trueques. No hay quien mande, no hay quien domine, no hay sufrimiento. No hay reparto de papeles. No hay sustitución, ni remedo. No hay más que abandono y goce mutuo. Pero se necesitaría una verdadera revolución. Una nueva moral de la libertad entera. Ésa es la que pedía Walt Whitman. Y ésa puede ser la libertad que proclame el Nuevo Mundo: el heterosexualismo en que vive América. Igual que el mundo antiguo”.
El escritor fue asesinado unos meses después cerca de Granada, junto con un maestro de escuela y dos torerillos, metáfora de una España ya perdida.